César Seco | El canto feroz de Enrique Lihn




Hasta el último hálito, Enrique Lihn fue fiel a su vida. Es la verdad que dice el libro con el que cierra su obra, confirmado por el testimonio de quienes pudieron verle en esos días en que aguardaba el viaje último. Linh desencantó siempre a los que esperaban de él fiel adhesión a credos políticos o posturas literarias. De espíritu crítico, imaginaria y furtivamente creador, supo deshacerse a tiempo de cualquier tipo de militancias incondicionales, por lo que fue siempre un sospechoso para los dogmáticos de izquierda y un sujeto peligroso para los serviles de la derecha. Reacio a formar parte de algún bando por interés de figurar o de que se le reconociera alguna influencia respetable, canónica. Quienes le auguraban un camino brillante como académico llegaron a tildarlo de suicida por no obedecer a programas ni a reducciones ni resoluciones rectorales. Se las jugó todas por la libertad de creación, de pensamiento y por el derecho a disentir, no aceptando ningún tipo de imposición ni asumiendo ningún tipo de impostura. Lihn no huía del debate y más de una vez nadó a brazo suelto en polémicas, con ese histrionismo que su autenticidad de hombre y de poeta no podía evitar. Lihn fue actor de su propia comedia y ajusticiado personaje de su propio drama. Un descreído de todo y un creído de nada, dudaba hasta de sí mismo, incluso de la poesía a la que se entregó como sólo se entrega un adolescente a una novia mayor que él y totalmente desprejuiciada. Por ella apartó familia y se hizo un solitario, un nómada. Abominaba de quienes le concedían una función de utilidad a la poesía, burlándose de quienes le endilgaban toda la pureza inexistente en un mundo insano existente.

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En la víspera de un partido de futbol que enfrentaba las selecciones de Chile y Venezuela, le conversaba a mi cuñado sobre la cantidad de notables poetas que Chile ha dado, dije entonces: -Comenzando por Huidobro, Neruda (desde luego), la Mistral, de Rockha, Parra-, y mientras él me nombraba a sus futbolistas, le solté él nombre de Enrique Lihn, porque éste había vivido en Cuba por la misma época en que siendo de la juventud comunista mi cuñado estuvo en la isla caribeña. Él dijo no conocerlo, pero sí, su hijo que es poeta y profesor, haciendo su voz puntual, preguntándome: -¿Y Anguita, Rojas, Teiller?-, y al ver que sólo obtuvo de mí un silencio reverencial, soltó esto: -Bueno, hasta Bolaños…-. Se escuchó el pitazo en el estadio seguramente, pero no en el televisor,  y ya los veintidós hombres andaban tras el balón. El deporte más globalizado del planeta nos robó la atención y nos olvidamos de la poesía entre gritos de euforia y tragos de cocuy.  Una vez cumplido el tiempo reglamentario celebramos la victoria de nuestra selección contra uno de los favoritos. Hubo más cocuy de por medio y más olvido. Estuvimos a punto de salir en caravana, pero nos contuvo que había enfermo en casa, mi suegra. Todos se marcharon y cuando me vi solo presioné el interruptor del televisor y el luminoso artefacto se apagó como quien se muere de repente; en mi cabeza tintineaba el apellido del poeta: Linh. El día anterior había ido a la librería y había comprado una antología suya publicada por Casa de las Américas. Recordé entonces que llevaba conmigo la vieja promesa de leerlo, desde la vez aquella que escuché su nombre de boca de Dámaso Ogaz, quien lo juntaba a de Rockha y a Parra, y que, como el propio Lihn, desdeñaba de Neruda con una mueca de desprecio, viejo asunto éste que divide las preferencias poéticas de los chilenos. Recuerdo más o menos sus palabras una tarde que con ayuda de un proyector y un termo repleto de café nos hablaba de arte y poesía en el atrio iluminado de una vieja casa de Coro: -Ah Lihn, él nos enseñó que la poesía es siempre libre, mientras que el bufón que la escribe es su prisionero-. Podíamos estar en desacuerdo con lo dicho por el maestro y de hecho lo estábamos y se lo hicimos saber, pero él nos replicó que, como jóvenes, sólo nos quedaba aguardar el momento para cuando la misma poesía nos diera esa lección y cabizbajos salimos de ahí como si nos hubiera mentado la madre. Pero una grave resonancia se fue con nosotros a la esquina donde estaba el bar y éramos tres a los que lo dicho por el maestro nos comenzaba a parecer una inobjetable verdad, pero no sabíamos quien era ese tal Lihn cuyo solo nombre ya nos seducía. No sé por qué no lo leímos en el momento y sí por qué se fue convirtiendo en lectura aplazada hasta este momento que abro su libro de cubierta azul.

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La poesía de Lihn es difícil fragmentarla en favor de la cita, pero este fragmento que traigo a colación parece resumir todos los intersticios de su febril poética y de toda la autenticidad de su vivir: “Porque escribí no estuve en casa del verdugo/ ni me dejé llevar por el amor a Dios/ ni acepté que los hombres fueran dioses/ ni me hice desear como escribiente/ ni la pobreza me pareció atroz/ ni el poder una cosa deseable/ ni me lavé ni me ensucié las manos/ ni fueron vírgenes mis mejores amigas/ ni tuve como amigo a un fariseo/ ni a pesar de la cólera/ quise desbaratar a mi enemigo./ Pero escribí y me muero por mi cuenta/ porque escribí porque escribí estoy vivo”. A partir de aquí sólo nos queda leer el libro al revés, irnos hasta su libro Diario de muerte (1989) y de allí venirnos a los poemas de La pieza oscura (1963), el libro que confirmó su propuesta como una de las más autenticas de la poesía hispanoamericana. Lihn nunca separó realidad y literatura, poesía y vida, consideraba que era imposible suplantar esa dualidad complementaria de la una con la otra, pero que, para un poeta como él, era urgente y necesario reconocer su diferencia para no engañarse ni inútilmente tratar de engañar a los demás: “Nada tiene que ver el dolor con el dolor/ nada tiene que ver la desesperación con la desesperación/ Las palabras que usamos para designar esas cosas están viciadas/ No hay nombres en la zona muda/ Allí, según una imagen de uso, viciada espera la muerte a sus nuevos amantes”. Esto lo escribió esperándola él (el poeta) a ella (la muerte), convencido de que: “Los muertos no escriben. Escribieron”.  Toda la poesía y la reflexión teórica de Lihn descansan sobre bases firmes y profundas y en Diario de muerte, no lo es menos, ya que ahonda en las premisas críticas del estructuralismo, la semiótica y el psicoanálisis. El poeta que lo escribe lo hace dotado de todo y de nada, a sabiendas que se le escapa la vida: “Quiero morir (de tal o cual manera) ése es ya un verbo descompuesto/ y absurdo, y qué va, diré algo, pero razonablemente, evidentemente fuera de lenguaje en esa/ zona muda donde unos nombres que no alcanzan a ser/ cuando ya uno, qué alivio, está muerto, olvidado ojalá previamente de sí mismo/ esa cosa muerta que existe en el lenguaje y que es/ su presupuesto/ Invoco en la consulta al Dios/ de la no mismidad, pero sabiendo que se trata/ de otra fricción más/ sobre la unión de Oriente y Occidente/ de acápites, comentarios y prólogos/ Un muerto al que le quedan algunos meses de vida tendría que aprender/ para dolerse, desesperarse y morir, un lenguaje limpio/ que sólo fuera accesible más allá de las matemáticas a especialistas/ de una ciencia imposible e igualmente válida”.

Advertimos cierta repetición distinta de lo mismo, como solía decir el propio Lihn, de eso que él tenía por “escritura en expansión”, en la que los temas mas presentes de la vida y la poesía, el amor, la muerte, los sueños, la memoria, el tiempo, son instancias que no pueden disociarse y que a un mismo nivel dialogan en la realidad y en la imaginación hasta volverse escritura: “… el sueño de la letra donde toda incomodidad tiene su asiento/ la cárcel de tu ser que te privaba del amor escrito silenciosamente en el muro/ o figuras obscenas untadas de vómito/ tu vida que –otra palabra- se deslizó, sin haberse podido/ engrupir en lo existente detenerse en lo pasajero hundir el hocico/ feliz en el comedero, golpear por un asilo nocturno/ con el amor como una piedra/ la muerte fue la que se disfrazó de mujer en el altillo/ de una casa de piedra y para ti de sombra y humo y nada/ porque ya no podías enamorar a su dueña, temblando/ del placer de perderla bajo una claraboya con telarañas/ tienes que reconstituir ese momento ahora que la dueña de la casa es la muerte/ y no la otra, esa nada ese humo esa sombra/ darte el placer de ser ella y de unirte a ella como los labios de Freud/ que se besan a si mismos”.  Todo es una y otra cosa a la misma vez por obra de la alteridad. Prevalece en Diario de muerte la actitud desmitificadora que caracterizó todo el discurso poético de Lihn: “Hay solo dos países: el de los sanos y el de los enfermos…Un enfermo de gravedad se masturba/ para dar señales de vida… La muerte es un éxito público/ Basta con doce personas/ No quiero a nadie más en la platea… La muerte debe venir en una atmósfera de relatividad/ como una burguesa que visita por primera y última vez/ a cultivar la amistad sin interrupciones/ con un casual admirador que lo ha hecho todo/ para aceptarla”.  Le habla, la confronta desde su lecho, la ve calva tejer sus tretas en su espera, la presiente parca ya cortando el hilo que lo ata a la vida: “Simplemente está allí  donde todos la miran/ sin verla, una ceguera que imita la mirada”.

Indisolubles, principio y fin, la patria perdida de la infancia (La pieza oscura) y la patria inefable de la muerte (Diario de muerte), abren sus puertas a los fantasmas que persisten en la memoria del poeta como ráfagas de viento, concurrido, familiar, donde lo más presente es el miedo subterráneo de ayer que se vierte en descarnado y escéptico presente del padecer final, y que igual atraviesa ambos libros como murmullo susurrante, convertido éste en rabioso testimonio de vida y de muerte, y en el que siempre habrá lugar para el erotismo y la reflexión. En el primer Lihn y en el último todo tiende a ser argumentado y el modo elegido casi siempre es el monólogo. Es así como dos poemas de La pieza oscura anuncian ya esta característica que con cambios y retrocesos acompañará al poeta en su tránsito expresivo. Estos dos poemas son: “Monólogo del padre con su hijo de meses”, y “Monólogo del viejo con la muerte”. Uno es la celebración de la llegada a la vida a ese alguien que no la conoce (el niño) y que le tocará enfrentarla, el otro se presenta como testimonio de quien no le queda otra puerta por abrir sino la de la inmensa nada que se cierra ante sus ojos (el viejo): “Nada se pierde con vivir, ensaya;/ aquí tienes un cuerpo a tu medida./ Lo hemos hecho en sombra/ por amor a las artes de la carne/ pero también en serio, pensando en tu visita/ como un nuevo juego gozoso y doloroso;/ por amor a la vida, por temor a la muerte/ y a la vida/ por amor a la muerte/ para ti o para nadie”. Expresa ese no saber en que la vida es preparación para la  muerte y ésta en reconocimiento de la vida en su esencia: “Nada se pierde con vivir, tenemos/ todo el tiempo del tiempo por delante/ para ser el vacío que somos en el fondo”.  Juventud, amor, placer, causas, todo ello puede ser ilusorio cuando se vive sin objeto. No hay modelo único para cada quién, es la advertencia del padre al hijo inexperto, que se convertirá en hombre por lo que se gane o responsabilice y que hará de su cruz lo que le venga en gana si lo merece o no, o bien lo disuelve en la nada del rebaño, antes de hacerse viejo y problemático asunto de si mismo: “… como quien vuelve a su país de origen/ después de un breve viaje interminable/ corto de revivir, largo de relatar/ te espera en ti la muerte, tu esqueleto/ con los brazos abiertos, pero tú la rechazas/ por un instante quieres/ mirarte larga y sucesivamente/ en el espejo que se pone opaco”. Y es que la muerte nos devuelve con una sola mirada lo que somos, lo que estuvimos siendo mientras estuvimos vivos, como  de entrada lo dice Lihn en el segundo Monólogo: ”Y bien, eso era todo./ Aquí tiene la vida, mírese en ella como en un espejo,/ empáñela con su mismo suspiro”.  Niño al que abofetean los mayores y llora de puro sentimiento o que ante el primer muerto familiar llora también, pero esta vez ante lo desconocido, mientras el vuelo de una mosca lo distrae. Adolescente que descubre los primeros vicios de su carne en plena confrontación con las virtudes aprendidas y el fingimiento moral que no ata el potro de la concupiscencia porque sabe ya que Dios no dura nada cuando la mejilla ofrecida  obtiene otra bofetada y la negación o la no existencia en él se la disputan Marx o el diablo y descubre que tal paraíso rojo o de fuego lo consume de pies a cabeza y no es tal el milagro de sentirse muerto en vida habitado por un subterráneo de inconclusiones y equívocos, en el que sin duda hay siempre unos aciertos pero que pesan menos que un cristal de sal en una tela y la oferta de convertirse en otro no le parece un buen negocio como lo pinta la autoridad paterna, ya es un hombre. “Mírese bien, es Ud. ese hombre/ que remienda su única camisa/ llorando secamente en la penumbra./ Viene de la estación, se ha ido alguien,/ pero no era el amor,  sólo una enferma/ de cierta edad, sin hijos, decidida a olvidarlo/ en el momento mismo de ponerse en marcha”.  La vejez puede verse ella sola sentada en una ola de recuerdos que van y vienen como el tiempo mismo que ha transcurrido en mancillar la carne con sus huellas, arrugado papel que es la piel, no vencida del todo pero sin nada anhelante ya conque reclamarle al placer le devuelva el gobierno que una vez tuvo sobre ella: “Y bien, eso era todo. Véase Ud. de viejo/ entre otros viejos de su edad, sentado/ profundamente en una plaza pública./ Agita Ud. los pies, le tiembla un ojo,/ lo evitan las palomas que comen a sus pies/ el pan que Ud. les da para atraérselas./ Nadie lo reconoce, ni Ud. mismo/ cuando ve su sombra./ Lo hace llorar la música que nada le recuerda./ Vive de sus olvidos/ en el abismo de una vieja casa./ ¿Por qué pues no morir tranquilamente?/ ¿A qué viene todo esto?/ Basta, cierre los ojos;/ no se agite, tranquilo, basta, basta./ Basta, basta, tranquilo, aquí tiene la muerte”. Ese Ud. repetido con insistencia sólo es la separación del resto que vamos adquiriendo con la vejez como única e inevitable preparación para la muerte. Uróboros entre uno y otro libro, la vida muerde la cola de la muerte y viceversa. Le ha bastado al poeta vivir para reconocer su propia muerte. 

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No estaría saldada esta debida lectura sino nos ocupáramos aquí de esa otra zona de la poesía de Lihn que tiene que ver con su nomadismo vivencial y literario y que va a ser algo así como el escenario escrito de sus contradicciones, que da lugar a sus puntos de cuenta con el presente que le tocó vivir y su desprendimiento de un pasado que no le otorgó otra opción que hacerse reconocido fuera de su país de origen, escritura ésta que contribuyó para conjurar esas mismas contradicciones, apropiarse del uso del versículo como medio de expresión, más cercano éste a la querella contra lo que pretendiera imponérsele y contra sí mismo. Es el relato de sus viajes y regresos, de sus amores y desamores, es la visualización tangible de esa otra patria que no dejaba de acompañarlo: la duda. Tres libros dan cuenta de ello: Escrito en Cuba (1969), París, situación irregular (1977) y A partir de Manhattan (1979). El primero de los nombrados es una especie de diario, de anotaciones y fragmentos, de asociaciones de imágenes a lo Pound, o bien como lo hiciera este en sus Cantos. Un poema largo, el más largo de todos los poemas largos que escribió y en donde no deja de ensayar ese canto feroz no exento de erotismo en el que nada parecía quedar fuera, todo entra (vivencia, viajes, lecturas, amor, recuerdos, sueños), y nada queda en pie (dios, religión, moral, ideas, ciencia) y cada fragmento se proyecta en el siguiente a manera de contrapunto. Le sirve este poema para reflexionar sobre su estadía en un país donde le parecía que para ese momento se intentaba una revolución seria, no meramente tronante de asaltos y proclamas, que sucedía en un momento violento de la historia de la humanidad pero también de definición de su posible destino, con la guerra de Vietnam andando y la propia revolución cubana tratando de definir su propio camino, revolución de la que luego se desencantaría pero que ya aquí le suelta algunos disparos, como ese en que se niega a poner su poesía al servicio de las armas así conlleve esto la lucha contra la injusticia humana. También le sirve para poner en duda su condición de poeta y la de la poesía misma: “Insinúo, con timidez, una respuesta negativa/ Comprendo que los tiempos que corren tienen que desmentirme/ y acepto absolutamente aquí y ahora un juicio relativo/ / El poeta no es ni un pequeño dios ni una pequeña República/ La poesía no sirve para nada”.  Descree el poeta  de que la imaginación deba hacerle coro al poder constituido para estar más cerca de la realidad, pero no así de que constituya por sí misma otra forma de lucha: “/… lo imaginario deja de ser lo que es para pactar con el mundo o lo traiciona en principio./ De todas formas la suya es una bandera blanca también/ en medio de la lucha/ el símbolo de su perplejidad ante los hechos/ y en la historia no hay fábula que valga ni un solo centímetro del terreno conquistado/ a sangre y fuego nunca a poesía/ ni un solo sueño que pueda dormirse hasta el final/ ni una sola locura perdonable/ que escape a los rigores de los conductores del pueblo”.  El poeta reniega sin pudor de la cultura occidental pero hace uso de ella sin remilgos por medio de citas y alusiones (Rimbaud, Eliot, Marx, Dostoyevski): “Está la tentación de citarlo todo/ como un rufián que trasquilara al cordero”.  Ve a Pound como un anticipo de toda soledad. A ese fantasma crucial/ que oscila desgarrado entre la poesía y los excesos/ de una razón delirante./ Contra la usura/ dilapidamos la noche, nos acercamos a la muerte. Sí, lo ve como si estuviera viéndose a sí mismo, pero antes ha tenido que sopesar sus sueños y encontrarse con Cardenal, que no obstante apartarlo del vértigo con su mística militante lo devuelve a la sospecha de que ello es sólo un sueño razonable. Y todo va tornando a encierro, cual el del niño de la pieza oscura, encierro en sí mismo y en el todo contemplado: “Esta cara que miro en la oscuridad en el espejo/ es la de un condenado sin apelación/ a una maldita vejez…/ pero el telón cae y tú tienes  efectivamente veinte años más/ y no hay manera de cambiar el numerito/ la escena un cuarto de baño en que veinte años después/ el solitario hace muecas mirándose a la oscuridad del espejo”.  Sabemos que ese tú no es otro que el que sabe que ha estado actuando su monólogo para sí mismo reflejado en la escritura, lejos, en el país de nadie y de todos.

En París, situación irregular, Lihn ensaya otra mirada, como si cambiara de foco: esta vez trata de localizarse en el afuera. Esta vez la poesía depara a lector una cámara como para seguirle los pasos al sujeto “ensimismado y taciturno, apesadumbrado y doliente”, pero ante todo consciente: “La dialéctica de lo nuevo y lo viejo es la modernidad que/ dijo Baudelaire./ Fuera de ella, nada hay de viejo bajo el sol”.  Está claro que ha de ocuparse en este poema de la muerte del sujeto. ¿Cómo? El resultado es un discurso deshilvanado, de frases sueltas que van y vienen como un peloteo sobre una pared, de imágenes sucesivas que el ojo va registrando sin que ninguna asuma un papel preponderante, ese discurso es como de reportaje con  fotografía detenida inclusive:  “puente Nuevo París verde Galante/ La bella jardinera junto al Sena/ Comerciales, históricos/ La tinta de mi lápiz se congela”.  La variopinta callejera de la ciudad luz,  el ombligo del mundo donde vienen a coincidir todas las razas, las pasiones y los vicios: “Oh, vieja, vieja civilización/ madre fálica en la que t-to-todas nuestras monstruosidades pueden decir/ su nombre/ y son buenos negocios/ situaciones regulares”. Todo indica allí que hay algo descompuesto, que todo lo viejo muere para resucitar diariamente en algo nuevo, porque es esa y no otra su fórmula “de hacer e viejo nido nuevo en medio de tantas y tantas ruinas/ constituye sin duda una fuente de prestigio”, porque todo allí se ha vuelto razonable, es decir todo lleva el discurso de Descartes calado hasta los huesos, y es casi imposible no sentirse ajeno y participe a un mismo tiempo de la novedad y la confusión que pregona un adelanto del progreso, que en verdad es para el sujeto, ausencia de si mismo: “Ser la nada del no ser o ser la nada que somos; polvo e incluso polvo/ que nunca en nada llegará a convertirse/ y vivir en medio de esa ausencia que se adelanta/ constantemente al futuro porque somos esa ausencia”.

Si en París el poeta probó estar en el ombligo del mundo, en Nueva York  sabrá que ha llegado al vaciadero, al gran basural del mundo donde todo se desecha y poco se recicla: Todo gira vertiginoso en esta ciudad, pero eso mismo es su no moverse, una escenografía que solo cambia de apariencia. Es lo que se desprende de la lectura de A partir de Manhattan,  dicho casi de forma patética, pero con una eficacia casi fílmica: “La fermentación de las aguas del tiempo que se enroscan/ alrededor del detritus como el caracol en su concha/ el éxtasis de lo que por fin se pudre para siempre”. N.Y, ciudad fría, anida una llamita sepultada, cual una monja avistada en el subway: “El flujo de este mundo de fermentaciones y violencia/ necesita de algo que no lo necesite/ y eso, a lo mejor, se le parece íntimamente/ Llama fría en un vaso de escarcha/ hermana de la caridad organizada/ pequeña forma de nada que toma al cristalizar la ráfaga/ Ella que no germinó ni se despliega y que morirá/ extenuada, del temor de apagarse”.  Flujo de imágenes, de letreros comerciales, que un viento cortante esparce y religa como al azar, pero que el poeta  aprehende recurriendo a la ironía: “Si el paraíso terrenal fuera así/ igualmente ilegible/ el infierno sería preferible/ al ruidoso país que nunca rompe/ su silencio, en Babel”.  Concurrido paisaje soledad inúmera que bien pintó Edward Hopper.: “…un mundo de cosas frías/ y rápidos encuentros entre maniquíes vivientes”. Paisaje al que nada colma porque todo lo excede: “Manhattan en sí misma carece de realidad”, es, sin más, un ofertorio, una vitrina de cristal, o bien una Catedral vacía que pretende ser “una gran sucursal del cielo”, o que Lihn supone, como en Eliot, “una mariposa sobrexcitada por la luz”, o bien asimila a “un oxímoron de Poe”, alter ego en el que puede reconocerse en medio del tráfago de la ciudad donde nadie le importa a nadie: “… el engreído/ diestro en atribuciones, citas y coartadas/ como yo”.


No agotamos con esta lectura una propuesta poética que tiene otros temas que abordar y que se vuelca crítica en cada libro sobre lo ya alcanzado.  Por ejemplo en Una nota estridente (2005), libro publicado con treinta años de retraso, pues los poemas que lo hacen fueron escritos entre 1962 y 1972. Lihn con denodado sarcasmo somete a juicio su poética, como lo había hecho en La musiquilla de las pobres esferas (1969) y en Antología al azar (1982). El discurso sigue siendo analítico y desenfadado y el río de imágenes no deja de atravesar su cauce expresivo, pero esta vez el poeta no evita la estridencia, la busca a propósito,  como si estuviera ejecutando una pieza ante un público que le observa  y sólo espera de él, esa verdad reiterativa que siempre se le convirtió en duda, en sarcasmo, en descreimiento permanente, sin apartarse desde luego de ese “gusto adquirido” por el lenguaje, aunque sabiendo de antemano que “el mundo no es todo palabras y palabras”, pero en el que bien cabe un reclamo que desmiente eso que se suele tener por poético y que hace eco a aquello que Keats afirmara:  “Un poeta es lo menos poético de la realidad” y que Rafael Cadenas reflexionara con tino en un afable librito que leímos hace años.  Dice Lihn en el suyo:  “Poesía, qué amigos para un club del lenguaje/ somos los inocentes, estos trabajadores/ ociosos de la voz, fatigados de oírse/ en largos recitales salivosos:/ sociedad de socorro y puñaladas mutuas…”. Y si bien no pide pureza como otros, pide humildad cuando expresa: “Un buen verso no hace el verano del poema/ ni tampoco la ciencia o la paciencia/ la situación del sol es lo que importa/ y la naturaleza del terreno./ Poeta, no eres dueño de la tierra que pisas”.  No hay que confiarse en las palabras, esto Lihn siempre lo tuvo presente y aquí lo dice ya con una mayor claridad: “Y tampoco las palabras se pierden, se transforman/ y además de todo, las palabras son mudas/ como en la poesía las palabras son mudas/ como en los sueños no siempre dicen lo que son/ una expresión amable puede ser una injuria/ y una injuria el eco exactamente invertido/ de una confesión amorosa, el miedo puede hablar/ en la lengua de los héroes, y la esperanza adoptar el tono de las ruinas y los cantos gregorianos”. Demuele a los críticos como si les devolviera la puñalada que suelen estos infligir a los poetas: “Los críticos prefieren, ante todo, el tribunal/ o en su defecto las delicias del pulpito”. Pero quien no puede salvarse de su feroz canto es la propia literatura: “…escribo en la medida que odio la literatura/ y a los autores jóvenes me gustaría gritarles/ basta de farsas, ustedes entrarán también en el negocio/ porque la literatura es el oficio más blando/ también para quienes lo practican con odio…Las siete vidas del poeta bastan y sobran/ para convertir a un terrorista en un hombre de orden/ pero la Literatura/ es de por sí lo contrario de un verdadero escandalo/ a lo sumo una buena inversión de la historia/ para los raros momentos en que se repliega la barbarie…”. Sabe el poeta que en los tiempos difíciles que vivimos: “… la poesía o se escribe con sangre/ o pasa al polvo antes de convertirse en él”. Y advierte: “Donde menos se piensa salta una nota falsa”. Para Lihn la historia va a ser siempre sospechosa porque está hecha por una minoría que detentan fuerza y poder sobre una mayoría, y la naturaleza lava y presta la batea con uno que otro terremoto o tsunami que también contribuye a la miseria: “Nuestras heridas pozos petrolíferos./ Nuestros tumores empresas norteamericanas/ nuestras drogas: el miedo y los empréstitos./ Nuestros héroes anticuerpos asesinados a mansalva./ Nuestras esperanzas estos dolores de la muerte o del parto./ Nuestra madre esta tierra preñada de dolores/ desgarrada por el gánster y su sadismo metódico/ y por quienes sucumbieron/ a la perversidad en los caminos del Norte/ o simplemente a nada en la Tierra de Nadie”.  Logra el poeta con su denuncia, desmaquillar el rostro de la bestia: “Imperialismo Norteamericano”. Y señalar que el mayor equívoco de los europeos es creer que somos salvajes y que para desgracia de ellos y no nuestra, en ello anida un viejo sentido de culpa: “Saben tanto de nosotros como nosotros de ellos/ pero aman la libertad y recuerdan la barbarie”.  Y es por ello que la mirada que antes estuvo en su ombligo y luego se paseo por las capitales de un mundo en crisis y en guerra, ahora se vuelca sobre el gran espacio del nacimiento donde casi no ha vivido, como el colofón que en su obra aguardaba: “El Sur –dice la sangre- el Sur es un mundo”. El poeta ha vuelto a su residencia, de donde siempre su palabra fue testimonio.