Eduardo Mallea | SumersiĆ³n




Aquella ciudad no ofrecĆ­a destinos blandos, aquella ciudad marcaba. Su gran sequedad era un aviso; su clima, su luz, su cielo azul mentĆ­an. Una riqueza fabulosa ocultaba el hierro rojo. Sin embargo era el paĆ­s del hierro rojo, animales y hombres lo soportaban en el campo y en la ciudad. Ɖsta tenĆ­a un aspecto amable y engaƱoso; engaƱaban sus calles rectas y limpias, tan hospitalarias que hasta su seno entraban, venidos de ultramar, las chimeneas y los mĆ”stiles para mezclarse con los Ć”rboles del paĆ­s, en sus plazas; engaƱaban las luces, al anochecer, de un gigantesco estuario que esperaba a los viajeros como un horizonte suntuoso, iluminado; engaƱaban sus hombres, engaƱaban sus mujeres -bellos ojos Ć”speros y malignos, carne dorada, mujeres de una rara especie animal y secreta. Pero estos Ćŗltimos engaƱaban sin conciencia como si la atmĆ³sfera les impusiera insidiosamente una conducta.

Sin embargo aquella ciudad y sus fuertes mujeres se parecĆ­an. Gravitaba sobre su corazĆ³n, sobre su seno, la misma ley instintiva y odiosa: ambas encontraban para el extraƱo un profundo rigor, una honda veta negra. ¡CĆ³mo dejaban acercar al extraƱo sĆ³lo con mostrar el brillo de su piel saludable -acercar el beso, acercar las proas cargadas de racimos humanos- para mostrar despuĆ©s el hierro rojo y asentarlo con pasividad!

Contra esta pasividad ominosa clamaban sin suerte las carnes desolladas, esos racimos de gente con ojos de bestia dĆ³cil que se quedaban rezagados junto a los mĆ”rmoles de los Bancos, de los Grandes Almacenes, de las estatuas. PoseĆ­dos de una sed de inmediata conquista siete mil inmigrantes llegaban por semana. Todos tenĆ­an que atravesar por un barrio antes de llegar al seno de la ciudad. En esta regiĆ³n se habituaban, para no sufrirlos de golpe, a la edificaciĆ³n poderosa, al clima de la actividad poderosa. TambiĆ©n en esta regiĆ³n comenzaba para los miserables el sometimiento a la ley de la tierra prometida. Muchos soportaban la marca roja con ojos dolientes y firmes, como en el interior del paĆ­s los mansos ganados; muchos pagaban su derecho sangriento sobre el futuro; pero, en esta regiĆ³n vaga -tierra de nadie de la ciudad- otros, dĆ©biles, se retorcĆ­an, gritaban sordamente ante el olor de su carne seƱalada. Este acre y pobre olor humano no lo conocĆ­an los hombres y las mujeres de la ciudad, demasiado atentos a la pequeƱa ingenierĆ­a de su alma y a la inmensa ingenierĆ­a de su ciudad. De este sacrificio nadie tenĆ­a noticia, nadie sabĆ­a mĆ”s que sus hĆ©roes oscuros.

Los mƔs fuertes entraban despuƩs en la ciudad, pero los dƩbiles permanecƭan enquistados en ese barrio, gente que no entrarƭa nunca en el laberinto, pƔlidos menospreciados de Ariadna.

Taciturnos, habĆ­an construido sus defensas provisorias, improvisado los falsos goces de su fracaso, y asĆ­ estaba el barrio lleno de recursos contra la opresiĆ³n invasora, de diminutos cinematĆ³grafos, de hosterĆ­as con nombres cĆ”ndidos, de barracas con «novedades» y pasatiempos, de vastos bares que trascendĆ­an una mĆŗsica internacional. Y este barrio, a la luz de los reverberos y tugurios, tenĆ­a sus mujeres -circulantes mujeres de alma ingenua y dientes podridos que se maravillaban ante los llamativos colgajos de las tiendas-, seƱoritas capaces de reemplazar con grandes gestos los gestos de la amada, demasiado rojas, pintadas y fragantes, comparables a esos modelos que las casas de belleza movilizan como un Ćŗltimo recurso ante la ruina.

¡Felices los que de ese limbo oscuro subĆ­an a una nave de vuelta! Acodados en la borda, al anochecer, rostros de extrema blandura, ojos azules, veĆ­an desaparecer sin odio, mĆ”s acĆ” de la ciudad, lo Ćŗnico que conquistaron de ese populoso desierto, esa franja de tierra miserable, isla negra surcada de estrellas.



I

AvesquĆ­n, llegado al puente, se detuvo. El puerto abrĆ­a su boca monstruosa, la noche viajaba, las bellas aguas nocturnas oscilaban brillando. Una queja de animal poderoso vibraba; trepidantes, usinas y sirenas rompĆ­an la garganta del estuario, conmovĆ­an los mĆ”stiles, los castillos esquelĆ©ticos, todo lo que vela, por la noche, el sueƱo de las naves. AvesquĆ­n contemplĆ³ absorto ese abismo. ApretĆ³ las manos en el parapeto mientras lo invadĆ­a una alucinaciĆ³n angustiosa. Un lejano reflector resbalaba de pronto, escrutaba, descubrĆ­a en la cubierta de los barcos, en medio del gran foco negro de maderas podridas, tripulantes dormidos; por un instante ponĆ­a en aquellas caras amarillas o negras el mismo relieve luminoso, despuĆ©s desaparecĆ­a, dejaba que la noche les diera una muerte lĆ­vida y transitoria. Los inmensos muelles rectangulares oprimĆ­an.

Lo iba llenando una alucinaciĆ³n angustiosa y al mismo tiempo una placidez, un bienestar, semejante a ese alivio que se siente al entregarse del todo, despuĆ©s de la crisis, a un lento dolor. Ese ruido portentoso comunicaba su espĆ­ritu, su profunda soledad, con el universo; sĆ³lo el poder de esta otra enorme soledad, trepidante, llevaba a su espĆ­ritu palabras activas, una voz. Era la voz del hierro, de las proas martilladas, de los silbatos guardianes, pero detrĆ”s de todo eso imaginaba hombres, grandes cansancios, tragedias respiradas con el carbĆ³n, gemidos, ojos huidos de la labor hacia ignotas regiones. Hombre errante, Ć©l estaba acosado, pero no sabrĆ­a decir por quĆ©, por quĆ© mal en medio de un mundo nuevo y poderoso. En la urbe, ante la grandiosidad helada, la suntuosidad vertical de una sorda Babilonia, las mil diagonales de cemento blanco, extraƱaba su tierra, el CafĆ© de los Intelectuales, el teatro CĆ³mico, la seƱorita Iva, las iglesias barrocas del suburbio, los muelles de madera de su rĆ­o nativo, descompuestos y hediondos. En medio del mutismo de la ciudad nueva, cuyas fiestas o penas no conocerĆ­a nunca, extraƱaba sus antiguas charlas con todo el mundo en los viejos parques europeos, sus discusiones con cada cliente a la luz de un chopp opulento, al atardecer, en los cafĆ©s cuyas paredes decoraba sin prisa, ocioso e ilusionado.

Ese mutismo brutal lo llenaba de asombro. Le traĆ­a, anochecido, a buscar la inmensidad abierta -donde aĆŗn las risas, los gritos, en los navĆ­os cercanos, que no eran para Ć©l, venĆ­anle ofrecidas por un eco servicial-, el rumor de la noche libre y el eco de una terrible laboriosidad recogida y naturalizada por el agua. Hasta medianoche la vida del puerto era intensa.

Con su camisa negra y su traje oscuro, pobre, AvesquĆ­n se confundĆ­a con la noche en aquel puente tenebroso, y sus manos, su rostro, aculotadas por una vida sedentaria, le parecĆ­an ahora demasiado blancos y dĆ©biles, con esa cicatriz que le cruzaba la sien; tenĆ­an para esa atmĆ³sfera la misma luz humilde y silenciosa de la luna. Sus ojos seguĆ­an sin fatigarse el cuadro turbio del puerto. Pero, pensĆ³, no era, realmente, piel curtida lo que este mundo nuevo imponĆ­a con su clima a los hombres, sino una condiciĆ³n particular del gesto: un fondo de impavidez sobre el que la risa o el llanto ya no pueden tener nunca derecho de ciudad. Dio unos pasos en el puente, esforzĆ”ndose por ver en el canal distante, a su izquierda, las maniobras de un pequeƱo remolcador cargado de frutas. Estaba demasiado lejos y permaneciĆ³ un rato inclinado sobre el murallĆ³n; la luna le daba en la espalda. Su cuerpo era proporcionado y hermoso, con un viril acento en los hombros; al volverse absorto, cualquiera hubiera visto el poco carĆ”cter de sus facciones, sus rasgos blandos, sus labios pĆ”lidos encima de un mentĆ³n huyente. SĆ³lo los ojos sometĆ­an esas facciones a una profundidad; eran lentos y justos, se desplomaban sobre las cosas; tenĆ­an ese tenso brillo, ese brillo doloroso que presta a la mirada de los viajeros el cierzo helado.

TodavĆ­a por un instante sorbiĆ³ -Ć©l, que no hallaba en su soledad otro objetivo que su soledad- la inĆŗtil lecciĆ³n de esa gran masa negra y circundante. Toda la ingenierĆ­a del universo establecĆ­a allĆ­ su concurso; mientras la precisiĆ³n de un pequeƱo sistema cĆ³smico mantenĆ­a aislada su austera escuadra, los docks, abajo, se atenĆ­an a ese mismo espĆ­ritu, rectos, sĆ³lidos, concluidos. Un perfecto destino a cada rato recomenzaba y concluĆ­a en estas cosas inertes. De pronto un barco pasĆ³ lentamente, quebrĆ³ ese ritmo dirigiĆ©ndose al canal, con un dibujo obsceno pintado en la chimenea gris.

AvesquĆ­n volviĆ³ la espalda al parapeto, abandonĆ³ sombrĆ­o aquel abismo. Sus pasos golpearon duramente la piedra y en este resonar seco se fue transformando el estrĆ©pito que pesaba sobre las aguas. Se detuvo; no sabĆ­a si volver, si sentir un rato mĆ”s en los oĆ­dos aquella orquestaciĆ³n inquietante o venir al mutismo y al pĆ”ramo, a la ciudad. Pero vio las luces de la calle cercana, fragmentadas por grandes arcos, enturbiadas por los Ć”rboles de una plazoleta, y se sintiĆ³ atraĆ­do. Material y dĆ©bilmente atraĆ­do; no tenĆ­a voluntad y caminaba a la deriva.

Fluctuaba, pensĆ³, fluctuaba como un leƱo, en el foso circundante de la metrĆ³poli, sin penetrarla, como un leƱo seco e inerte. No tenĆ­a comuniĆ³n con nada. Se desayunaba todos los dĆ­as con un cafĆ© amargo, y sus pasos eran amargos a lo largo de las vidrieras brillantes, a lo largo de esas Ć”ridas calles cuyas emanaciones secas tragaba. Con sol, con agua, con un vigoroso contacto humano, ¿no se hubiera sentido revivir? Ah, en aquella ciudad el agua moraba en napas remotas, grandes moles de piedra hueca  interceptaban el sol, los hombres tenĆ­an entre sĆ­ contactos inconfesables. Estos hombres se ocultaban para vivir y uno los sorprendĆ­a, amantes crudos, huyendo de los hoteles amueblados con una mano en la cara, huyendo de los parques donde su breve presencia era tambiĆ©n subrepticia. Estos hombres olvidaban el destino de sus manos, las tornaban incapaces de asir, de acariciar a la ventura, naturalmente, como la carne desarrolla y satisface su hambre.

Al atravesar el puesto de los guardacostas uno de ellos lo detuvo, pero como contestara dĆ³cilmente lo dejaron pasar sin revisarlo. AvesquĆ­n evocĆ³ sus dos semanas en la capital. Dos semanas, dos semanas errando, levantĆ”ndose y acostĆ”ndose entre dĆ­as y noches espantosamente desolados y extensos; ¡quĆ© turbio transcurso por esos dĆ­as cuyo paso de ida era claro ante las ventanas del hotel y su vuelta, su declinaciĆ³n, cargada de humos! Y todo esto debido a una tonta ilusiĆ³n, a sus aƱos, ya pasados los treinta por algunos mĆ”s. En su urbe europea -al lado de un rĆ­o espeso, oscuro, segĆŗn la leyenda atroz teƱido por sangres invasoras-, ¿quĆ© le quedaba, sin embargo, por hacer, desaparecida la mujer que le acompaƱaba, sombra demacrada y ansiosa, tierna sombra? Su vida habĆ­a dado un vuelco; ya no pintaba los muros ilusionado, absorbido u ocioso, y aquel paisaje del AcrĆ³polis que era su obra maestra para decorar los bares de lujo, los hoteles reciĆ©n inaugurados en su pared mĆ”s visible, adolecĆ­a para los propietarios de un verdadero aire sombrĆ­o. SabĆ­a de memoria las charlas del CafĆ© de los Intelectuales y la seƱorita Iva le llevaba el cafĆ©, al amanecer, con un gesto cada dĆ­a mĆ”s absorto, pensando sin duda en los nuevos aspirantes a su pequeƱa mano y su mal genio. Una tarde entrĆ³ en el comedor un marino rengo y piafante. HablĆ³ de su nave ya cargada de enormes bobinas de papel, hablĆ³ de lo divino y de lo humano y, entre lo humano, entusiasta, de la meta de su viaje, esa ciudad lejana, ignorada, con sus mujeres estupendas, el bar mĆ”s grande del mundo, su parque, sus carreras de caballos. El paisaje del AcrĆ³polis le gustĆ³, reciĆ©n concluido en el comedor, para el salĆ³n de su barco; casi puede decirse que suscitĆ³ su emociĆ³n, viejo marino piafante. AvesquĆ­n aceptĆ³, aceptĆ³ la invitaciĆ³n, viajar, emprender esta aventura, conocer el mundo por dentro, las bellas fiestas con que los hombres se obsequian en todas las latitudes, ahora que su juventud comenzaba velozmente a consumirse por la sien izquierda.

¡QuĆ© navegaciĆ³n, cambiando de camarotes hĆŗmedos, oyendo en la bodega las canciones de Logart, con su buena voz, sus gestos brutales, su alma despĆ³tica, fuente contaminada! Aquella voz que estremecĆ­a a medianoche en pleno ocĆ©ano, como la dulzura de los reptiles.

DesembarcĆ³ en la ciudad sin aprensiĆ³n, alegremente, confiado y voraz como ante una granada de pulpa blanca. Los suburbios, la plaza, las instituciones, todo lo respiraba con el aire, aquella maƱana de otoƱo, los ojos lentos y dilatados, los labios hĆŗmedos. SentĆ­a una gratitud profunda hacia los hombres que pasaban sin fijarse en Ć©l, sin notar su condiciĆ³n, su Ć”spero aire extranjero; hacia su propia salud, generosa; hacia las mujeres bellas y veloces como el pez abisal. Con gesto nervioso, sorprendido, se detenĆ­a ante los escaparates, admiraba la copiosa floraciĆ³n de los castaƱos en octubre -cuando debĆ­a pasar por contraste en su tierra el frĆ­o primero y los puentes debĆ­an contraerse como hombres-, reĆ­a alborozado al ver que su pĆ©simo espaƱol rudamente aprendido de su mujer, judĆ­a de SalĆ³nica, mejor deletreado a bordo, le servĆ­a para hallar un cuarto claro en cierto albergue del pintoresco suburbio, abierto a dos plazas, cerca del rĆ­o. «Amsterdam Hotel», un hotel con nada de Amsterdam. Un poco de francĆ©s, un poco de espaƱol; poseedor de este raro brebaje, ¿quĆ© secreto podĆ­a guardarle la ciudad? Alegre, caminaba, reciĆ©n llegado, por las calles, repitiendo en voz baja el nombre del paĆ­s, de sus regiones; entraba en algĆŗn bar, ofrecĆ­a, con un aire de ministro diplomĆ”tico, sus servicios artĆ­sticos. Pero aquella fotografĆ­a grisĆ”cea, el paisaje del AcrĆ³polis, dejaba indiferente a un mundo abstraĆ­do y presuroso.

Al tercer dĆ­a, en medio de la niebla despidiĆ³ al capitĆ”n y a sus amigos, y tambiĆ©n a ese enorme paisaje del AcrĆ³polis que lo dejaba solo, que retornaba. Logart, jovial, cantĆ³ en su honor una canciĆ³n inmunda. Pero esto no lo hizo reĆ­r. Nada le hacĆ­a reĆ­r esa maƱana, profundamente afectado por la despedida. El barco se alejĆ³ como un amigo, pesado, lento, grandioso. VolviĆ³ solo a la ciudad, caminĆ³ toda la maƱana; ¿para quĆ© quedarse?, se preguntaba; pero la ciudad respondĆ­a llena de mĆ”rmoles, sus hombres vestĆ­an con lujo, se respiraba en ella un oro lĆ­quido.

Caminar, caminar, devorar caminos; y en cada reposo no oĆ­r sino el eco constante de los pasos, el eco constante de los pasos.

Al dĆ­a siguiente su alegrĆ­a se detuvo, se detuvo bruscamente, como ante el paso de un cortejo siniestro. La noche anterior no habĆ­a dormido y una vez levantado, mientras se calentaba el cafĆ©, se acercĆ³ a la ventana contra cuyos vidrios estaba cernida una niebla compacta. Abajo, en la calle, la actividad se iniciaba; pasĆ³ un cartero cargado, despuĆ©s una mujer; al rato el desfile negruzco, negruzco premioso, constante. «ExtraƱa gente», exclamĆ³; estaba serio, absorto, «extraƱa gente». En cada rostro se marcaba un gesto abstraĆ­do, una concentraciĆ³n indecible, como si toda la ciudad encaminara una frĆ­a peregrinaciĆ³n hacia metas cercanas. Cada hombre caminaba solo, agitĆ”ndose -no, no agitĆ”ndose, ¿quiĆ©n se agitaba?, todo el mundo llegaba a tiempo a su destino con las facciones compuestas, la sonrisa lista, ese gran frĆ­o que esta gente trascendĆ­a-, marchando como esos competidores de la MaratĆ³n que calculan sus metros tenazmente. Se alejĆ³ de la ventana, sorbiĆ³ en pequeƱos tragos el cafĆ©, acuoso, constatĆ³ su sordera ante este mundo. Sordo, sordo, aislado en una atmĆ³sfera espesa en medio del aire veloz. Esta certidumbre lo obsesionĆ³; quiso adelantarse, adelantarse a sĆ­ mismo, se aplicĆ³ a improvisar palabras para su propia convicciĆ³n, palabras con las que se obsequiaba cortĆ©smente en los bulevares Ć”speros, iluminados, donde las multitudes giraban desintegradas. Pero Ć©ste era un juego falso. ¿A quiĆ©n hubiera engaƱado el verdadero proceso que lo consumĆ­a? Empezaba a invadirlo el silencio, grandes grumos de silencio. Al salir del hotel, una maƱana, la propietaria se quedĆ³ mirĆ”ndolo, aterrada al ver unos ojos de fijeza mortal en aquella juvenil corpulencia. SalĆ­a y caminaba; no tenĆ­a ya delante una granada blanca; una fruta sĆ­, vistosa, pero seca. Las avenidas no acababan nunca, todo lo largo exhibĆ­an casas y casas, ni un solo refugio, ni un solo nĆŗcleo de humana diversiĆ³n, sino cafĆ©s con hombres, donde se apostaba a la luz de una claridad de escenario y se discutĆ­an concursos de supremacĆ­a sexual. ¿Pero cĆ³mo habrĆ­an de mezclarse las gentes, de comunicar? Hubieran olvidado el cĆ”lculo del alza y baja de los valores, hubieran mostrado, tal vez, el hilo de su genuina naturaleza, descubriendo ocultas ignorancias, o vagas condescendencias hacia el prĆ³jimo.

ConcibiĆ³ un odio indecible por ese desierto populoso y edificado. Pasaba por las puertas de la Ɠpera, veĆ­a entrar figuras opulentas, fracs y habanos en una interminable sucesiĆ³n. Se acercaba a los templos, Ć©l, que no tenĆ­a fe, ignorante de toda jaculatoria. Bajo las cĆŗpulas permanecĆ­a de pie, mudo, contemplando transportado los exvotos, las imĆ”genes de porcelana. Todo esto, con dolor, le evocaba su infancia, su aficiĆ³n ingenua por las iglesias, con su recinto resonante y su Cristo, allĆ” al final, como un blanco reciĆ©n abatido por las injurias. Le gustaba ir temprano, meterse, al amanecer, en San EstĆ©fano, aquella catedral vieja de mil aƱos, de naves enormes, secas, profundas. Se quedaba acurrucado junto a las columnas, solo, soportando el silencio, el misterio, como un espectĆ”culo pavoroso y terrible. Contemplaba el Cristo crucificado y, viendo esos pĆ”rpados, creĆ­a que iba a hablar, a lanzar quiĆ©n sabe quĆ© ingenuas palabras; le entraban deseos de blasfemar contras las gentes que venĆ­an, luego, a injuriar el cuerpo doloroso con su hipocresĆ­a y su falsa beatitud, aprovechando su condiciĆ³n indefensa. Odiaba a aquella gente que dejaba flotando en el templo un olor a sudor impuro y linimento. Su cĆ³lera infantil era tan grande que se alejaba lleno de rencor, huido con palabras sordas e injuriosas.

Ahora no se alejaba con rencor, sino con ese gran silencio que lo tenĆ­a invadido. Chocaba despuĆ©s con la rectitud violenta de los muros, con las cuadras regulares y Ć”ridas, con unos rostros sonrientes pero impenetrables, Ć”speros, inatentos, y sufrĆ­a. SufrĆ­a una tortura mortal, no ya por este infinito aislamiento, sino por su lejanĆ­a de las fuentes frescas, de la tierra, de todo aquel piso donde los huesos no son estĆ©riles. El asfalto le infundĆ­a una sorda desesperaciĆ³n, como al preso el espesor del hierro circundante; toda la impotencia de su carne se resentĆ­a. Entre la multitud, rozĆ”ndose con facciones apremiadas, rojas, veloces, le parecĆ­a caminar hacia atrĆ”s. Evidentemente el suyo era un retroceso, un retroceso. DescubrĆ­a, en esas gentes ignorantes de toda fatiga, una voracidad, una proyecciĆ³n que los sostenĆ­a como el pasto atado a la cabeza que el caballo persigue, una serie de objetivos concretos y constantes que iban a desembocar, sin transiciĆ³n, en la muerte.

PoseĆ­do de angustia, se apresuraba en esas calles, olvidaba el signo inerte de los escaparates, de las mesas de cafĆ©, pugnaba por correr. Pero esta ilusiĆ³n grotesca desaparecĆ­a. DetrĆ”s de quĆ© podrĆ­a correr, Ć©l, magro alimento del ocio. Detenido junto a los reverberos, dejaba pasar esa corriente humana en las avenidas. VeĆ­a el trato rĆ”pido entre la dama equĆ­voca y el hombre; los veĆ­a desaparecer; ella, pronto, regresaba. VeĆ­a, en los altos edificios, en el sexto, sĆ©ptimo, octavo, noveno, dĆ©cimo piso de los edificios, una actividad operosa. Comprobaba, cada vez mĆ”s desalentado, y Ć©l mismo se sentĆ­a jadear secretamente, que no podĆ­a llegarle una palabra, una comunicaciĆ³n. ¿QuiĆ©n se detenĆ­a, allĆ­, en medio de un creciente, productivo, previsto destino? Cada uno tenĆ­a su ruta; en esta ciudad las rutas eran paralelas, como sus calles. Viejas vĆ­as estrechas, focos peligrosos de contacto, de conversaciĆ³n o retardo, eran abatidos a diario. Se encaraba el progreso, el Progreso. Un enorme silencio humano gravitaba sobre la ciudad.

Exhausto, volvĆ­a a su hotel, situado en el Ćŗnico barrio donde la miseria ponĆ­a en contacto las vetas de inquietos y oscuros espĆ­ritus. Su imaginaciĆ³n conocĆ­a, en el trayecto, una tregua. SoƱaba con las provincias y los campos de este paĆ­s, con la pampa, las viƱas y los Andes, que habĆ­a visto en vagas oleografĆ­as. Su nariz reseca por los vientos y las tierras antiguas reclamaba esos olores intensos y sustanciosos, mojados como la uva reciente en las acequias. SoƱaba, a travĆ©s de lecturas imprecisas, con el relĆ”mpago en los campos infinitos y llovidos, con la planicie, de rĆ­o a rĆ­o, de poblaciĆ³n en poblaciĆ³n, donde el grito humano perdura largamente; donde la sensualidad del hombre obedece al sol, cesa con la hora del ruego, al atardecer, hora de cansancio y de tregua, hora en que el horizonte abandona su presa, devora las leguas planas, se acerca, se confunde con la noche y rodea a cada ser con la mansedumbre del aire circundante.

«Barro, barro», gritaba su espĆ­ritu, Ć”vido, mientras se libraba de la opresiĆ³n de la urbe. La piedra protestaba bajo sus pies. Al llegar a la proximidad de las luces del barrio sĆ³rdido sonreĆ­a, respiraba. Ya sabĆ­a Ć©l lo que era esta metrĆ³poli, el capitĆ”n se lo habĆ­a susurrado, sentencioso, casi con un aire sibilino, al llegar, frente al caserĆ­o monstruoso. Tierra de prostituciĆ³n, de falsos sĆ­mbolos. Tierra hĆŗmeda, nueva y maravillosa, vencida por el oro del sacrificio ganadero; vencida por el capital de un cĆŗmulo de miserables generaciones arribadas de regiones extraƱas a la comodidad y a la ambiciĆ³n, a la adulteraciĆ³n de lo espectable.
  


II

VolviĆ³ del puerto, descendiĆ³ a esa calle donde una serpiente de luz corrĆ­a bajo arcadas.

La vibraciĆ³n del ruido en el abismo nocturno perduraba en su espĆ­ritu; pensĆ³ que iba a volver en seguida a la aridez y al silencio. Sobre los grandes arcos observĆ³ las terrazas, aquella especie de jardĆ­n colgante y veneciano con doble plano como un fondo de primitivo, los frentes desemejantes, pintados en colores increĆ­bles. Y debajo la gran galerĆ­a iluminada, con sus tendejones, sus orquestas femeninas, los vestĆ­bulos con atracciones y anuncios, prometiendo sensacionales espectĆ”culos: los pequeƱos hermanos siameses, por una suma mĆ³dica, podĆ­an visitarse en su barraca; por una suma mĆ³dica el panorama de la guerra europea, vistas galantes, la mujer menos mujer del mundo... AvesquĆ­n se uniĆ³, bajo las arcadas, a una enfilada corriente de hombres en traje azul, en trajes de pana, ebrios, lentos, todos con una tez vieja y extranjera y un andar lamentable. Las guirnaldas de rama verde, a la  entrada de las cervecerĆ­as de nombre alemĆ”n -BĆ¼rgerliche KĆ¼che-, detenĆ­an un instante a los mĆ”s rubios. Cancerberos fornidos -caras estigmatizadas- los invitaban a entrar, a alternar con damas de charla fĆ”cil y prĆ”ctica. Pero estas gentes ingenuas sonreĆ­an, continuaban su camino, ante una invitaciĆ³n que tenĆ­a el aire del sarcasmo. Al abrirse el batiente de alguna puerta, salĆ­an a la calle bocanadas de luz amarillenta y humosa, risas, gritos. Mujeres de paso rĆ”pido caminaban de bar en bar. Ante los ojos de AvesquĆ­n caminĆ³ un hombre tambaleante, con un timĆ³n dorado en la manga, vomitĆ³ su alcohol en el cordĆ³n de la acera, volviĆ³ apresurado al bar, a llenarse. Tal vez al dĆ­a siguiente sus manos iban a dominar, seguras, las vĆ”lvulas de un inmenso navĆ­o. En las tinieblas de la calle adyacente circulaban parejas; los hombres regateaban, uno podĆ­a verlos indecisos. Y al lado de estas negociaciones miserables, de esta sordidez, de estos caracteres siniestros, AvesquĆ­n, absorto, vio cĆ³mo se respiraba en la atmĆ³sfera un candor. En esta feria de espectĆ”culos escatolĆ³gicos, dominaba a los curiosos un candor: los hermanos siameses -feto peludo- adoptaban un aire mĆ”gico ante su vista. Un grandioso, activo candor: naturaleza profunda de esas gentes extranjeras demasiado dĆ©biles llamadas a deformarse en una constante reacciĆ³n defensiva.

Los music-halls se sucedƭan con nombres extraƱos e impronunciables.

El AvĆ³n Bar quedaba en el extremo sur de la calle, frente al edificio del Correo, y lucĆ­a ante su escaparate -donde campeaban algunas botellas y un caballo de yeso blanco- dos reverberos irisados. AvesquĆ­n, con esa cara de visionario impuesta por la soledad y el silencio, entrĆ³. El salĆ³n, estrecho, estaba lleno de una niebla humosa y parecĆ­a un escenario de raras decoraciones: grandes tapices azules, en efecto, cubrĆ­an las paredes, seƱaladas de trecho en trecho por falsos balcones de madera labrada. Sobraban trapos, cortinas, como en esas habitaciones que se alquilan por horas donde flota un olor a humedad y polvos de arroz. AquĆ­ todo olĆ­a a cigarro, a narciso negro; de las lĆ”mparas pendĆ­an papeles de color y esto cernĆ­a sobre la sala una lluvia pintoresca.

AvesquĆ­n sintiĆ³ sobre sĆ­ las miradas de las mujeres. Un rĆ”pido juicio sobre sus bienes posibles cundiĆ³ por la sala, al aparecer en el rectĆ”ngulo de la puerta sus fuertes hombros, su palidez, su camisa negra. CaminĆ³ lentamente hasta una mesa prĆ³xima y un mozo escuĆ”lido se le acercĆ³ con indolencia. Como sus ojos tenĆ­an sĆ³lo un poder pasivo y su aire era modesto, ninguna curiosidad se detuvo en Ć©l mĆ”s de lo necesario. Algunos hombres cantaban, acompaƱando la orquesta que estaba en lo alto, en un Ć”ngulo; la formaban seƱoritas, quince seƱoritas de piernas espectaculares, pero sus instrumentos estaban mudos. SĆ³lo les correspondĆ­a el misterioso destino musical de las sirenas. De esa orquesta no sonaba mĆ”s que un piano, escondido a retaguardia y librado a la tenacidad de un seƱor de anteojos. Esa tenacidad conseguĆ­a un gran ruido y a la sombra de ese ruido las seƱoritas enviaban hacia abajo, al salĆ³n, rĆ”pidas ojeadas de rabillos, gestos incitantes.

Una mujer enana, agitada y colĆ©rica, mandaba a los mozos detrĆ”s del mostrador, se acercaba a los clientes, atendĆ­a el telĆ©fono, blasfemaba, reĆ­a, batĆ­a las manos, se desesperaba por mantener una animaciĆ³n estrepitosa.

AvesquĆ­n la conocĆ­a; dos noches antes se le habĆ­a acercado para hablarle, en el mismo bar. «Mi nombre es Madame Cier -le habĆ­a dicho-, pero puede llamarme Elsa». DespuĆ©s lo convidĆ³ con un vaso descomunal de whisky, porque «eso entibia e ilumina».

Sin entusiasmo, recorriĆ³ con la vista todas esas mesas. SabĆ­a que toda su ansiedad era inĆŗtil por descubrir un alma inquieta, una herida comunicante, en medio de este tumulto de risas y voces; se desalentaba. Buscaba una cicatriz cuya historia hubiera valido un relato, ojos que revelaran una vida de pulso violento o acelerado, gestos de humildad fecunda, humana tierra en fin a la cual ir con sed y hambre y cansancio, porque necesitaba hablar, hablar. Pero -incluso el hombre de la barba en punta, callado en un rincĆ³n, y aquel nĆŗcleo ruidoso que brindaba y bebĆ­a- esta masa de desechos le parecĆ­a asquerosa. Iba llenĆ”ndolo de una sensaciĆ³n de repugnancia que Ć©l, rĆ”pidamente, se esforzaba por combatir, evitando un malestar fĆ­sico. Se llevĆ³ el vaso a la boca, los ojos entornados, tratando de establecer su propio diĆ”logo, ahĆ­ en la pequeƱa mesa, de distraerse; evocĆ³ recuerdos y proyectos. Pero como por imposiciĆ³n de una conciencia mĆ”s profunda, de una urgencia premiosa, volviĆ³ a mirar a su alrededor, a volcarse hacia afuera; habĆ­a perdido los resortes enĆ©rgicos, toda vuelta a sĆ­ mismo le era angustiosa, insoportable, y seguĆ­a acumulĆ”ndose en su espĆ­ritu una corriente insidiosa, sombrĆ­a. DeletreĆ³ un gran letrero, colgado en la pared opuesta, hasta formar el tĆ­tulo «Ordenanza Municipal»; repitiĆ³ lentamente esas palabras mientras se acariciaba la barba mal afeitada, inatento a la pierna que balanceaba a su lado, insistente y sonriente, la compaƱera de un inglĆ©s dormido.

La mĆŗsica aumentaba su tedio, mĆŗsica propia del paĆ­s, quejumbrosa y pausada. En la puerta apareciĆ³ un hombre. «Grand», gritaron de varias mesas, y del grupo que bebĆ­a y cantaba en un rincĆ³n, golpeando los vasos, partiĆ³ un saludo estruendoso: «¡Viva el poeta eslavo Evaristo Grand!». Un individuo pequeƱo, ventrudo y desmelenado alzaba de pie su medio litro, en actitud de saludo. El grupo repitiĆ³ en coro tres veces aquel nombre, echando adelante sus jarras espumosas. El hombre saludĆ³ ceremoniosamente, caminĆ³ con gravedad, saludĆ³ a las seƱoritas de la orquesta, luego, al incorporarse al grupo, lanzĆ³ una carcajada, estrechĆ³ todas las manos. Alguien retirĆ³ una silla de la mesa de AvesquĆ­n para cedĆ©rsela al poeta, despuĆ©s de empujar violentamente a una dama que insinuaba palabras en el oĆ­do del hĆ©roe. El hĆ©roe apuraba tragos de todos los vasos ajenos, sin duda apresurado por confortarse. Otro de los componentes del grupo,  envuelto en un sobretodo que no dejaba libre sino su cabeza desgreƱada y un rostro pĆ”lido, golpeĆ³ la mesa con el puƱo, se alzĆ³, tomĆ³ a una mujer prĆ³xima del brazo y la acercĆ³ al reciĆ©n llegado: «Fruto sacro, fruto opimo», reĆ­a, ofreciĆ©ndola, mientras ella se abalanzaba sobre el poeta con un gran abrazo y los ojos cerrados de risa.

AvesquĆ­n veĆ­a aquello con sorpresa, con infinita sorpresa, y al cabo se asombraba de esta sorpresa. ¡CĆ³mo tenĆ­a esa gente la vida fĆ”cil! ¿En quĆ© consistĆ­a? Solamente en volcarse unos en otros; pero constituĆ­an un mundo, un mundo tan cerrado como todo lo que vivĆ­a entre muros en la ciudad, pĆ”ramo hermĆ©tico. BebiĆ³ el Ćŗltimo sorbo de coƱac y ese ardor que le prendiĆ³ en la garganta no era mĆ”s quemante que el extraƱo huĆ©sped cuyo dominio cada vez ocupaba en su atenciĆ³n mĆ”s amplia zona.

El mozo volviĆ³ a servirle con obsequiosidad. Mientras permanecĆ­a abstraĆ­do contemplando el grupo, una mano le golpeĆ³ la espalda. Se volviĆ³ rĆ”pidamente, Madame Cier le sonreĆ­a.

Con grandes gestos, ella desenfundĆ³ algunos datos Ć­ntimos. Era francesa, habĆ­a pasado los cincuenta aƱos, su nerviosidad no era engaƱosa porque se despedĆ­a con ardor de una juventud sin brillo, se marchitaba, no concebĆ­a la oraciĆ³n, habitaba una casa de pisos con ventanas a un patio de luz que segĆŗn ella se parecĆ­a a las sĆ³rdidas gargantas de la rue Saint-HonorĆ©. VeĆ­a las mismas goteras, las mismas cortinas sucias, los mismos gatos arqueados. ¿Su vehemencia -pensaba AvesquĆ­n- no habrĆ­a podido confundirse con «lo evangĆ©lico», con la de esas seƱoras del EjĆ©rcito de SalvaciĆ³n? Pero ella no paraba de hablar. «¿No sabe usted lo que es la muerte? Yo la he visto, una vez. Era en ParĆ­s, en los altos de una sombrererĆ­a de la Magdalena, una noche siniestra. ¡CĆ³mo era de sombrĆ­o aquel comercio! Usted viera. TenĆ­a un zaguĆ”n, siempre en tinieblas; yo vivĆ­a en la casa de al lado, pero por ese zaguĆ”n veĆ­a entrar todos los dĆ­as al hijo del sombrerero. El sombrerero estaba en un paĆ­s lejano; el hijo habitaba solo el comercio, tenĆ­a su dormitorio en los altos. ConocĆ­ esa habitaciĆ³n despuĆ©s de su muerte; verĆ”, era curiosa, sobre una pared habĆ­a, fijado, un diablo tan enorme que la ocupaba hasta el techo. El hijo del sombrerero era amigo mĆ­o. Un hombre desgarbado, grande y lĆ”nguido. Todas las noches, a la hora en que mi marido -Albert-Nathaniel- pasaba ebrio frente al escaparate de su negocio, Ć©l me mandaba flores. Cosa extraƱa, las flores eran siempre viejas; no flores de sepulcro, pero lo parecĆ­an: no tenĆ­an ningĆŗn aroma. A veces alhelĆ­es, otras veces rosas. Aunque me festejaba -algo intolerable- Ć©ramos muy amigos. Mi marido se reĆ­a de Ć©l a carcajadas, le hacĆ­an gracia sus zapatos porque afirmaba que eran justamente del color y las proporciones que convenĆ­a a su calva, a la calva del hijo del sombrerero. ¿Usted se explica esto? Mi marido bebĆ­a entonces ajenjo y esto le ha hecho siempre un daƱo enorme. Un dĆ­a el hijo del sombrerero se enfermĆ³. Al fin se sintiĆ³ tan grave que las quejas se oĆ­an desde mi cuarto. En un principio no le hice caso, tratĆ© de no oĆ­r; despuĆ©s los lamentos aumentaron de un modo espantoso; mi marido no los aguantaba, desaparecĆ­a. AumentĆ³ su dosis alcohĆ³lica y se callĆ³. Por fin, fui. Entonces me di cuenta de que, realmente, lo estimaba y de que su ropa, sus paƱuelos, abandonados sobre las sillas, me producĆ­an un dolor. Desde luego yo no estaba sola con Ć©l mientras permanecĆ­a tendido en la cama, con los ojos abiertos, inmĆ³viles, yerto -¿comprende?-. HabĆ­a dos mujeres mĆ”s y un chico. Ellas parecĆ­an hermanas, vestĆ­an igual y ocultaban sus rostros mitad en los paƱuelos, mitad debajo de los grandes sombreros; el chico metĆ­a un ruido infernal arrastrando por la pieza un vaso, un cepillo y dos caracoles de adorno que habĆ­a atado como si fueran un carro.  

Nadie me preguntĆ³ nada, entrĆ©, me sentĆ©. Me sentĆ©. Ninguna de las mujeres me dijo nada, se limitaron a mirarme, siguieron sollozando, tenĆ­a un aspecto espantoso, deplorable. ¡QuĆ© silenciosa tragedia, en aquella pieza! El chico de repente lanzaba un grito de gozo, de pronto se callaba; tenĆ­a una frente precoz. Era espantoso, crĆ©ame, espantoso. El hijo del sombrerero, entretanto, parecĆ­a contar en el techo una cuenta interminable. Transpiraba y dejaba caer una mano. De repente se incorporĆ³, me mirĆ³ -un rato largo-, de un modo tan intenso, tan desolado, que me sobrecogĆ­... Me sobrecogĆ­, temblaba; estuvo un rato asĆ­, incorporado. Las mujeres no lo veĆ­an; el chico se divertĆ­a enormemente, riĆ©ndose, al fin aplaudiĆ³. Tuve tentaciones de matarlo, fijĆ© la vista en una percha, con la cruz de hierro. ¿Usted se da cuenta de lo que era aquello, con la criatura aplaudiendo y saltando como un loco, lleno de gozo, el hombre incorporado con unos ojos fijos, las mujeres entregadas a un llanto sin convulsiones, interminables? ¡No, no se da cuenta...! SĆŗbitamente el chico se llevĆ³ las manos a la cabeza, profiriĆ³ un grito desgarrador. Las mujeres gritaron sin destaparse los ojos que habĆ­a muerto. El hijo del sombrerero estaba muerto; seguĆ­a en la misma actitud, ¡advierta!, pero muerto. Me sentĆ­ llena, de pronto, de sentimientos extraƱos, curiosos, muchas ideas me invadĆ­an en tropel. No se las puedo contar, pero eran atroces; sabe, atroces... Diferentes ideas y confusas, otras nĆ­tidas, algunas hasta pornogrĆ”ficas -una mujer en actitud forzada-, otras suaves, deliciosas ideas; al mismo tiempo me llegaban con suma violencia sentimientos contradictorios, temblores de miedo, ansias de correr, de huir, junto a la amable sensaciĆ³n de estar hamacĆ”ndome, meciĆ©ndome en un parque donde algunos niƱos reĆ­an. ¡Ah, seƱor, aquella confusiĆ³n era terrible, un desvanecimiento despierta; no sĆ© cuĆ”nto durĆ³, tal vez minutos, tal vez horas, porque nunca supe tampoco el momento exacto en que habĆ­a muerto. DespuĆ©s de esa locura, la claridad fue violenta. MirĆ© a una de las mujeres: ya no lloraba; no lloraba, tenĆ­a en cambio en el rostro una expresiĆ³n dulcĆ­sima, transportada, mientras el chico corrĆ­a por el cuarto metiendo un ruido infernal con el lĆ­o que arrastraba... Entonces supe lo que es la muerte. Tal vez lo sepan tambiĆ©n los que, en un dĆ­a final, estĆ©n a mi lado, aunque tampoco puedo abrigar esa esperanza porque Albert-Nathaniel no tendrĆ” para esa Ć©poca un solo minuto lĆŗcido, el alcohol lo habrĆ” anegado por completo. Pero, fĆ­jese bien: la muerte de aquellos con quienes estamos en contacto, unidos por una alianza misteriosa o por amistad, es algo que nos llena, de pronto, con un transporte de vida extraƱa, nueva, una corriente que nos entrega la misma vida que acaba de retirar minuciosamente al muerto, algo que nos infunde sus sueƱos, sus Ćŗltimos pensamientos, sus recuerdos finales. La vĆ­ctima queda exangĆ¼e entre nosotros y hasta su propia muerte -¡crĆ©ame!- lo abandona para servirnos».

DespuĆ©s, como si AvesquĆ­n estuviera interesado -Ć©l sorbĆ­a su licor sin hablar, lleno de estupefacciĆ³n-, terminĆ³ con un gran suspiro, levantando las manos: «Ah, mi Albert-Nathaniel no se corrige. Lo he ayudado -¡a cada uno se nos exige un heroĆ­smo!-, pero inĆŗtilmente; como todos los que estĆ”n por ahogarse, Albert-Nathaniel nada hacia abajo...».

Cuando ella terminĆ³, AvesquĆ­n tenĆ­a los ojos absortos en la puerta. Una figura miserable y grotesca, sin sombrero, con gestos pesados, llevaba el compĆ”s de la mĆŗsica, describiendo apenas en el aire el signo de la cruz. En la atmĆ³sfera amarillenta, densa, caĆ­a desde la calle esa grotesca bendiciĆ³n. Madame Cier se subiĆ³ a la tarima de la orquesta e incitĆ³ a las damas a la animaciĆ³n y la risa. AvesquĆ­n se levantĆ³, saliĆ³. Un tropel de marineros ruidosos le llevaron por delante y Ć©l los rechazĆ³ con debilidad. Caminaba lentamente y sĆ³lo apurĆ³ el paso al doblar la esquina, al dejar atrĆ”s las Ćŗltimas banderolas del AvĆ³n Bar, por donde trascendĆ­a la voz aguardentosa de la diminuta francesa, cantando con un aire cĆ­nico aquellas palabras que resonaban, se apagaban, desaparecĆ­an en la atmĆ³sfera nocturna:

Voici les compagnons d'Ulysse
prenez garde pauvres sirĆØnes:
ils rapportent des mers lointaines
des tristesses, des siphylis.

Como una fuerza poderosa y activa el silencio ocupaba la ciudad. Era una ocupaciĆ³n, la de este gas deletĆ©reo, hasta media altura de los edificios. AvesquĆ­n se levantĆ³ el cuello del saco -soplaba del rĆ­o un aire seco,  penetrante- y ascendiĆ³ las callejuelas bordeadas de Ć”rboles desollados. Escuchaba el silencio y el eco del silencio y esta acumulaciĆ³n pasiva lo ensordecĆ­a. Por momentos, un espasmo de rabia amenazaba ahogarlo. Todos los esfuerzos no le alcanzaban para imponer una violencia fĆ­sica a su protesta, a esa rebeldĆ­a repentina que ansiaba armar, fortificar, contra el desierto opresor. Todo sucedĆ­a en Ć©l bajo la superficie. Con esta fuerza, con estos brazos, cĆ³mo resignarse a errar sin hallar una mano cuya amistad pudiera ponerse a prueba, un obstĆ”culo con el que medirse. Y no le parecĆ­a marchar hacia la vacĆ­a inmensidad, sino que la inmensidad viniera hacia Ć©l, amenazĆ”ndolo como esas masas descomunales que angustian las pesadillas de los niƱos. SentĆ­a sus ojos abiertos ante esa amenaza y sufrĆ­a, se tenĆ­a lĆ”stima; caminaba rebelĆ”ndose y apagĆ”ndose, un instante exaltado y otro presa de un infinito desaliento, y sus pasos cambiaban asĆ­, por metros, de ritmo.

Pero, pensĆ³ que su vida no podĆ­a comunicar en el fondo sino con este desierto y tal idea melancĆ³lica lo llenĆ³ de emociĆ³n. PensĆ³ que vivir es desarrollar energĆ­as, proyectar emociones, pasiones, en una sucesiĆ³n progresiva y en Ć©l todo estaba de regreso, todo su caudal humano volvĆ­a de la acciĆ³n, fatigado. Fatigadas las piernas y el alma, con esa fatiga trabajosa que se parece a un rale. FijĆ³ los ojos en aquello que lo rodeaba, a la izquierda y a la derecha, hacia adelante, bajo la hermosa bĆ³veda nocturna: muros y muros, estupendos falansterios rectangulares; contra todo esto habĆ­a rebotado, y volvĆ­a, traĆ­do por el violento rechazo.

LlegĆ³ a su hotel. Los escalones de madera apenas se distinguĆ­an y subiĆ³ con dificultad, encendiendo fĆ³sforos. En la puerta cancel dos leones dorados, pintados sobre los vidrios, convergĆ­an en una sola lengua rojiza, se atacaban condenados fatalmente a la uniĆ³n por ese Ć³rgano Ćŗnico. A tientas, AvesquĆ­n llegĆ³ a su cuarto. Todo el hotel dormĆ­a; el reloj, en medio del corredor alto, anunciaba las dos. Se sentĆ³ en la cama sin desnudarse, sin encender la luz; despuĆ©s dejĆ³ caer la cabeza en la almohada.

Un tropel de palabras inĆŗtiles, como un asqueroso vĆ³mito, se le agolpĆ³ en la cabeza, vagas palabras oĆ­das durante el dĆ­a. VolvĆ­an a la superficie desahuciadas, como debĆ­an volver, cada dĆ­a, nocivas, en cada hombre.

Rumor renovado, constante, sentĆ­a aquellas frases como un pulso enfermo en su propio cerebro. «Viva el poeta eslavo Evaristo Grand», voces femeninas: «Querido, lindos ojos, querido»... luego, atropelladas, las otras palabras -ah, estĆŗpidas-, ese desperdicio, ese lastre de palabras que en Ć©l no prendĆ­an, erradas en su destino, repugnantes... «El hijo del sombrerero estaba muerto, en la misma actitud, advierta, pero muerto».

¡Ah, carga recogida a diario, venenos diluidos que nos atraviesan! Palabras, frases, conversaciones interminables a las que es necesario escuchar, asentir, responder. AvesquĆ­n se apretĆ³ la frente, tratĆ³ de apaciguar aquel fluir veloz de confusas palabras. Durante un rato estuvo quieto, en silencio; de la ventana venĆ­a una luz lechosa y pobre.

De pronto se alzĆ³, corriĆ³, poseĆ­do, abriĆ³ la puerta de su cuarto, golpeĆ³ el tabique que lo separaba del contiguo y escuchĆ³. EscuchĆ³. Nadie respondĆ­a y una gran calma pesaba, continuaba. SaliĆ³ al corredor; un anciano de barba blanca, vestido con un largo camisĆ³n, de galera, con una palmatoria apareciĆ³ al cabo en una puerta. TrĆ©mulo, AvesquĆ­n corriĆ³ hacia Ć©l, pero ante aquellos ojos sorprendidos, expectantes, tranquilos, se detuvo. Mientras el viejo le dirigĆ­a una pregunta en cierto idioma ignorado, no pudo contestar, balbuceĆ³ una excusa, volviĆ³ a su pieza. Desalentado, se acostĆ³, despacio, como si fuera a dar   comodidad a su cansancio. ClavĆ³ los ojos en el techo; por su alma tensa desfilaron rostros familiares, paternales, gestos y tierras queridas, la mujer muerta meses antes, con su pasiĆ³n, sus ojos claros, su ternura.

Y una maƱana mĆ”s, una tarde pasaron, y ningĆŗn muro se ofrecĆ­a en la urbe para el panorama del AcrĆ³polis. LlovĆ­a. AvesquĆ­n, que se habĆ­a levantado con gestos nerviosos, defendiĆ³ su habilidad, rogĆ³, derrochĆ³ palabras extremas. AlmorzĆ³, la patrona le preguntĆ³ en el hotel por su salud; despuĆ©s volviĆ³ a caminar por las enormes avenidas centrales, cuyo asfalto irradiaba soportando la cortina lluviosa.

Al anochecer la metrĆ³poli adoptĆ³ de nuevo su aire cocotesco, su profusiĆ³n de cornisas iluminadas. A todo ilustre viajero se le recibĆ­a con guirnaldas luminosas. Algunos tomaban esto como la expresiĆ³n de un regocijo; en el fondo no habĆ­a mĆ”s que frialdad como en el rostro que la mueca ilumina.

AvesquĆ­n volviĆ³ al AvĆ³n despuĆ©s de haber peregrinado rondando el corazĆ³n de la villa como un malhechor sin suerte. Su ropa, que tuvo en dĆ­as anteriores un aliƱo modesto, aparecĆ­a ahora descuidada, resuelta a seguir el desorden de aquel Ć”nimo. El bar estaba desierto, la plataforma de la orquesta mostraba los instrumentos enfundados, un mozo limpiaba sin entusiasmo la mĆ”quina niquelada del cafĆ©. No estaba Madame Cier y en realidad toda la sala tenĆ­a un aire de negro esqueleto, vestido con tapices y adornos. Pronto estuvo sentado ante un brevaje turbio; con un gesto que revelaba su agotamiento sacĆ³ de un bolsillo papeles, prospectos, cartas grises, una magra cartera. ¿Bastaban estos gestos para llenar un transcurso de horas, para llenar ese gran vacĆ­o motivado por el debilitamiento de las sensaciones, por una disminuciĆ³n profunda en el tono de vida? Los cabellos caĆ­dos sobre la frente, los ojos inquietos, la creciente demacraciĆ³n, toda su nerviosidad indominable revelaban en Ć©l un apuro. OrdenĆ³ los papeles y los volviĆ³ a guardar, mientras preguntaba al mozo la hora. Estaba ansioso por irse; abandonĆ³ unas monedas y saliĆ³.

ConstatĆ³ su ansiedad, su apresuramiento como algo fatal, en medio de aquella actividad de fiebre que hacĆ­a girar a un mundo en su torno. Tal vez esa prisa fuera capaz de originar en Ć©l objetivos, puesto que toda actividad, aun ciega, lleva ya en su curso un intenso destino. Perseguido por esa idea, Ć©l se rebelaba, a cada instante, contra esa pasividad a la que era naturalmente propenso, temperamento contemplativo y afinado. Se rebelaba; echĆ³ a andar, siempre por el barrio paralelo al rĆ­o, y vio, prĆ³ximo, en la plazoleta, el brillo de los Ć”rboles mojados. Un pequeƱo cinematĆ³grafo, cuyo vestĆ­bulo parecĆ­a la boca de un horno tenebroso, llamaba al pĆŗblico con su timbre constante. Grandes letreros anunciaban a Selma Simpkins en El beso, «no apta para menores».

El cinematĆ³grafo tenĆ­a una sala muy estrecha, miserable desfiladero de sombras. El propietario la habĆ­a llenado con viejos bancos de iglesia de los que, a lo ancho, sĆ³lo cabĆ­a uno. Durante la funciĆ³n parecĆ­a de este modo un aula o una capilla sĆ³rdida, en tinieblas, con un piano por altar. Flotaba un olor a serrĆ­n hĆŗmedo y a grasa, y por las cortinas traseras entraba frĆ­o.

Al sentarse, en la punta de uno de esos bancos, AvesquĆ­n tocĆ³ a su lado una mano pequeƱa, helada, que se retirĆ³ velozmente. No alcanzaba a ver nada mĆ”s que la forma de los asientos y la imagen, borrosa y gastada, en el telĆ³n (El galĆ”n echaba llave a la puerta, se volvĆ­a hacia el pĆŗblico, en primer plano, con unos ojos siniestros y sensuales). AvesquĆ­n advirtiĆ³ cĆ³mo se iba destacando, formando, a su lado, en la sombra, una cara de infinita blancura, una garganta femenina. Su corazĆ³n saltĆ³, con ese celo inquieto que la ansiedad compone, se contrajo. Cuidando de no ser notado, volviĆ³ apenas la vista: una cabeza joven, de cabellos cortos, de labios entreabiertos, expectantes, permanecĆ­a atenta al film. Seguro de su impunidad, la mirĆ³ mĆ”s detenidamente. La muchacha vestĆ­a de negro, tenĆ­a el cuello un poco abultado en su base, curva mĆ³rbida, allĆ­ donde descansaba el collar de minĆŗsculas perlas. Sus ojos, atentos, habitaban cuencas profundas; esto prestaba a su rostro un aire de magrura doliente de abstracciĆ³n. AvesquĆ­n volviĆ³ los ojos a la escena, pero ciegos; esa sola vecindad -palpitante, femenina, viviente- le infundiĆ³ un bienestar, su aislamiento cedĆ­a como si aquel cuerpo delicado y joven trascendiera un contraveneno inmediato. La sintiĆ³ sonreĆ­r, sonriĆ³; el pianista rompĆ­a en fugas maltratadas, pero le parecĆ­a maravilloso.

Se encendieron las luces, ella se volviĆ³ hacia Ć©l y Ć©l, apenas, librĆ³ su rostro como si este movimiento limpiara con dificultad unos goznes secos. Pero en seguida volvieron las tinieblas y la escena, el drama.

De pronto, la muchacha se riĆ³ a carcajadas y, como obedeciendo a un gesto inconsciente, «Mire, mire», exclamĆ³. AvesquĆ­n sintiĆ³ crecer en su rostro la turbaciĆ³n, sin respirar esperĆ³ que ella reaccionara. Pero seguĆ­a inclinada hacia adelante, en Ć©xtasis, la mirada animada, los brazos apretando la silla. Entonces Ć©l dijo: «¡QuĆ© barbaridad!», comentando; nada mĆ”s que eso, nada mĆ”s que esa cosa estĆŗpida, y se quedĆ³ trĆ©mulo, contento. Y poco a poco fue organizando su coraje y cuando se encendieron definitivamente las luces, terminada la funciĆ³n, la mirĆ³ insistentemente. SaliĆ³ a su lado, mientras ella bajaba la vista y se cubrĆ­a con la piel pelada. La muchacha se detuvo en el vestĆ­bulo, ante un retrato del actor; AvesquĆ­n hizo lo propio, su rostro estaba radiante, tenĆ­a ganas de aplaudir allĆ­, ante ella, al hĆ©roe. «Trabaja endiabladamente bien», balbuceĆ³ en su mal espaƱol. «Muy bien», contestĆ³ la muchacha con seriedad, «mejor que el prĆ­ncipe Divani en El cetro real».

DespuĆ©s de lo cual Ć©l se animĆ³ a invitarla, comieron juntos. Ella lo miraba de un modo profundo, circunspecto, desde el fondo de sus cuencas ruinosas, con esos ojos de una intensidad y un alejamiento como AvesquĆ­n no habĆ­a visto en otro paĆ­s. Ojos que mordĆ­an sin retirarse, desde una remota regiĆ³n del alma. Ojos que habĆ­a visto en las calles del centro, en esas mujeres que miraban con rencor, con soberbia. Comieron en un restaurante de paredes blancas como un laboratorio; ella bebiĆ³ sobriamente y comiĆ³ apenas, mientras el hombre permanecĆ­a suspenso, dejando que los platos se enfriaran sin probarlos. La muchacha contĆ³ que formaba parte de una orquesta. Ɖl dijo alguna broma respecto al film; ella lo escuchaba sin sonreĆ­r; era muy seria, apenas pronunciaba algunas sĆ­labas. ¿Pero necesitaban acaso hablar? «Tierra, tierra que da estos ojos, este color de carne -pensaba, exaltado, AvesquĆ­n-, fruta de labios tibios».

A Ć©l le costaba hablar, pero hablaba; por momentos sofocado. La muchacha no se reĆ­a de sus errores, se los corregĆ­a de un modo cortĆ©s y grave, con la mirada inmĆ³vil.

¿QuĆ© hacer, una vez que comieron? El extranjero no se hubiera animado a nada. Ella esperaba, silenciosa, en la calle. HabĆ­a dejado de llover. Nubes cargadas y bajas pasaban con rapidez. Los faroles de los vehĆ­culos iban abriendo en el suelo bituminoso un rastro amarillo. AvesquĆ­n comenzaba a sentir una incomodidad ante aquella mirada seria, cargada de preocupaciones lejanas y enigmĆ”ticas. «¿Quiere visitar mi palacio?», preguntĆ³ con ese humor de los que pertenecen a una raza cĆ”ndida, afectos a una naturalidad antigua y nativa. Ella provenĆ­a de otras fuentes, mĆ”s refinadas y complejas. «Vamos», dijo, y esa sequedad a Ć©l lo dejĆ³ confuso.

El aspecto del cuarto era frĆ­o y duro, desmantelado; sobre la cama sin mantas, mostraba una frazada color crema de extremos rojos; desproporcionada, la ventana estaba mĆ”s prĆ³xima del techo que del suelo y, tambiĆ©n alto, brillaba un espejo, pobre, cuyo marco debiĆ³ ser alguna vez dorado; la habitaciĆ³n no tenĆ­a cortinas y el papel exhibĆ­a un color indeciso. Alguien habĆ­a fijado hacia un rincĆ³n, sobre la cĆ³moda, el recorte de un cisne negro.

La muchacha se parĆ³ debajo de la lĆ”mpara, se sacĆ³ la piel, paseando sus ojos sin curiosidad por la estrecha habitaciĆ³n. Sus gestos eran tranquilos; cruzĆ³ los brazos sobre la falda. «¿Le gusta estar acĆ”? -preguntĆ³ Ć©l-;  el cuarto es frĆ­o y feo pero podemos conversar». «CĆ³mo no -respondiĆ³ ella, sin convicciĆ³n-; podemos conversar». AvesquĆ­n levantĆ³ una mano escuĆ”lida, decidida a acariciar los cabellos reciĆ©n descubiertos de la muchacha, negros, la mejilla sombrĆ­a; pero, detenido de pronto, dejĆ³ caer el brazo y permaneciĆ³ inmĆ³vil y serio, como ella. ¿QuĆ© cosa podĆ­a animar aquellos ojos anclados? «EstĆ” preocupada, sin duda...» -dijo Ć©l. «No, no estoy preocupada, ¿por quĆ©?». Ella respondĆ­a, ahora, con cierta violencia, como si la pasividad del hombre la fastidiara. AvesquĆ­n apoyĆ³ su espalda en el muro. La muchacha fijĆ³ sus ojos en el hilo negro de la luz elĆ©ctrica que bordeaba el techo y desaparecĆ­a por el dintel de la puerta.

Una pausa fue creciendo entre ellos, desarrollĆ”ndose tanto que sus dos respiraciones, como una defensa, se hicieron sensibles en la atmĆ³sfera; Ć©l, obsesionado, mantenĆ­a los ojos en aquel comienzo blanco de la garganta, sujeto a una lenta palpitaciĆ³n. De instante en instante subĆ­a algĆŗn ruido de la calle, algĆŗn grito, luego una de esas calmas que se organizan como un intenso rumor. A la muchacha no parecĆ­a preocuparla este estado; inquieto, AvesquĆ­n, acariciando el paƱo de la mesa, sus dibujos, no hallaba una puerta para el diĆ”logo, hasta que al fin, cuando ella dejĆ³ de mirarlo con inexpresiva tenacidad para clavar sus ojos en la ventana, Ć©l comenzĆ³ a contar, un poco vacilante, su vida; y empezĆ³ por la infancia enfermiza y llegĆ³ al capĆ­tulo de las fiestas universitarias, en diciembre. La muchacha buscĆ³ en su cartera un pequeƱo espejo, se mirĆ³; luego siguiĆ³ escuchando, con una atenciĆ³n tal que se advertĆ­a dirigida a otros puntos ausentes, distantes de aquel relato y de aquella habitaciĆ³n. Ɖl advirtiĆ³ este ajenamiento y, levantĆ”ndose, alejĆ”ndose repentinamente de la mesa, enfrentĆ³ el rostro severo y dulce de la muchacha, con un gran anhelo de llamarla a su presencia, de atraer para sĆ­ ese hilo patĆ©tico que los negros ojos proyectaban hacia un mundo remoto. Apresurado, vehemente; con las manos desesperĆ”ndose por ayudar las palabras, fervoroso y mal abogado, se dio a describir los modos de aquella generala que acechaba con equĆ­vocas pretensiones, en un palacete venido a menos de su pueblo, a los universitarios; aquel monstruo de insinuantes gestos. ImitĆ³, dando a su boca un esguince violento, el despecho de la generala, hija de un loco vienĆ©s de barba roja. Esto, que Ć©l creĆ­a pintoresco, no lo advirtiĆ³ ella; fijaba unos ojos ahora presentes pero estupefactos en sus ademanes, exagerados por la vehemencia.   

Entonces volvieron al silencio y ella siguiĆ³ librada a una grande y densa preocupaciĆ³n.

-Lunes -dijo al fin la muchacha, contando con los dedos de uƱa roja-, somos lunes; martes, miĆ©rcoles, jueves, viernes: cuatro dĆ­as mĆ”s antes del viernes. ¡QuĆ© dĆ­a espantoso va a ser el viernes, para mĆ­ quĆ© dĆ­a, terrible, terrible!

Pero no contĆ³ mĆ”s.

AvesquĆ­n cavilĆ³. ¡Infinito destiempo que preside los encuentros humanos! ImaginĆ³ un universo dramĆ”tico de horarios confundidos, lleno de gentes que chocaban extraviadas. Abajo, en la calle, ¿quĆ© tiempos coincidirĆ­an para ese desfile oscuro y tumultuoso? Toda una grey arrojada en corrientes que ya no se corregirĆ­an en su desorden hasta una hora final, hasta un extremo minuto. TomĆ³ la mano de la muchacha.

Sin duda aproximĆ³ demasiado su cabeza.

-AcarĆ­cieme -le dijo ella con severidad-, si quiere, pero no me bese.

Sorprendido, Ć©l retrocediĆ³. La muchacha permaneciĆ³ impasible, se llevĆ³ la mano a la cara, sacudiĆ³ sus cabellos hacia atrĆ”s. AvesquĆ­n tuvo la certidumbre de que sus ojos estaban ausentes, su Ć”nimo ausente, y que sĆ³lo aquella carne mate se le entregaba.

Pero era una carne hermosa y nueva, desconocida; Ć”spera y cerrada como la vida de su ciudad, carne llena de silencio, fuerte, madurada en la hĆŗmeda sombra, en esa humedad que ya ha perdido la tierra europea, Ć”rida y agrietada. Se abalanzĆ³ sobre aquel cuerpo, y la muchacha, apenas con un gesto, lo apartĆ³, comenzĆ³ a desnudarse. No lo miraba. ParecĆ­a prepararse a cumplir una labor grave y triste, trascendental, y tenĆ­a la frente dominada, sin duda, por esa preocupaciĆ³n que exteriorizaba aplicĆ”ndose lentamente a doblar su pollera negra, su blusa, tan pobre como pretenciosa, sus medias.

AvesquĆ­n, de nuevo, se adelantĆ³, puso la mano sobre aquel pecho en el que aĆŗn crecĆ­a una fuerte juventud. Ella lo dejaba hacer, dĆ³cil. Temblando, Ć©l acariciaba el seno con suma dulzura, poseĆ­do de una ternura voraz y tĆ­mida.

Pero como tocado por un grito interno, espantoso, detuvo de golpe su mano. InmĆ³vil, abrĆ­a unos ojos desmesurados. En toda su infinita hondura abarcaba -mirando la dulce piel femenina, los labios entreabiertos, la mansa y repugnante espera- el abismo que separaba su angustia de ese objeto de goce.

Los pasos de los dos resonaron en la escalera, trastabillantes, como un cuerpo que cae.

La noche estaba hĆŗmeda, helada, y Ć©l apretĆ³ el paso sin saber todavĆ­a quĆ© direcciĆ³n tomar. En la calle ya sĆ³lo algĆŗn reverbero alternaba su luz con el aliento Ćŗltimo de los bares, exhalado en las aceras como un espectro lechoso; pero nada de eso veĆ­a, sus ojos estaban absortos en una visiĆ³n remota y cruel. AsĆ­ pasĆ³ por delante del Hotel Municipal para emigrados, de la adyacente plaza que era un pozo sombrĆ­o, de la estaciĆ³n suntuosa, abierta como una gran boca hospitalaria. Iba con la cabeza tendida hacia adelante, como si esta tensiĆ³n satisficiera su apuro. Un rumor martillaba su oĆ­do: «¡Huir!, ¡huir!», y su impotencia ante este grito que se mezclaba con obsesionantes imĆ”genes del pasado se convirtiĆ³ en una sorda exasperaciĆ³n, en una desesperanza infinita. Se parĆ³, atento al silencio circundante, y desde esa esquina vio en la plaza, dormidos, en los bancos, a unos cuantos hombres, encogidos, helados, sucios de esa costra que los aĆ­sla en un mundo ya ilusorio y sin pena. MirĆ³ las calles desiertas que se bifurcaban allĆ­; de un lado el rĆ­o, del otro las grandes moles silenciosas, con sus ventanales hermĆ©ticos, blancos. Un hombre como Ć©l, solitario, apenas visible en la noche, limpiaba la esfera de un alto reloj. AvesquĆ­n moviĆ³ los labios sin hablar, sintiĆ³ la mezquindad de su cuerpo en medio de aquel mundo preciso, seco, grandioso; el frĆ­o y la soledad lo agitaron en un estremecimiento. No tenĆ­a por quĆ© permanecer ahĆ­ parado, por quĆ© estar mĆ”s adelante o en otro sitio, la ciudad lo desconocĆ­a, su volumen humano sobraba en esa feria de carne velozmente dirigida hacia Ć©xitos concretos. ExhalĆ³ un gruƱido ronco, volviĆ³ la espalda a la regiĆ³n edificada, y se apresurĆ³ en direcciĆ³n al rĆ­o. Huir, huir, el martilleo seguĆ­a, su conciencia retenĆ­a ideas siniestras que iban tomando forma. PensĆ³ en la Ćŗnica salvaciĆ³n, ofrecerse en un cargo, embarcarse, partir. Su corazĆ³n palpitaba, temiĆ³ de pronto, ante esa prĆ³xima claridad, desvanecerse, caer; dio unos pasos mĆ”s y, presa de un miedo vago, corriĆ³, como si quisiera dejar atrĆ”s la masa cruenta de tinieblas. CorriĆ³, sĆ³lo su palidez iluminada, atravesĆ”ndola, la noche. Tuvo que cruzar las vĆ­as del ferrocarril; al fin vio los navĆ­os; un bello halo agigantaba sus luces. Una profunda angustia acumulada lo hacĆ­a jadear y, al tropezar con un alambrado, cayĆ³. HabĆ­a quedado en una postura grotesca, extendido como un sapo, y se incorporĆ³, despacio, sin pararse. PodĆ­a esperar el alba asĆ­, inmĆ³vil; las embarcaciones estaban cerca. Las mirĆ³ con alivio y esperĆ³, antes de volver los ojos hacia esa elevaciĆ³n ya distante, donde comenzaba la ciudad, sus edificios, el pĆ”ramo inmenso: Buenos Aires.



Publicado en Sur: revista trimestral, Buenos Aires, AƱo I, otoƱo 1931, pp. 86-133



EDUARDO MALLEA, relevante escritor, ensayista, novelista y periodista argentino. Nace en BahĆ­a Blanca, provincia de Buenos Aires, en 1903. De padre mĆ©dico y escritor, Eduardo Mallea se radicĆ³ con su familia en Buenos Aires en 1916, ingresando poco despuĆ©s a la Facultad de Derecho, carrera que abandonĆ³ para responder a su vocaciĆ³n. Se hizo periodista en La NaciĆ³n. Y ya escritor respaldado por el prestigio creciente de sus primeros libros, fue durante muchos aƱos director del Suplemento Literario de ese diario. Desde 1935 -cuando recibe el Primer Premio Municipal de prosa- su vida literaria es jalonada por importantes distinciones nacionales y mundiales. En 1955 fue designado Embajador de la Argentina en la UNESCO -con sede en ParĆ­s-, cargo que, este brillante Doctor Honoris Causa de la Universidad de Michigan, desempeĆ±Ć³ hasta 1958. En casi todas sus obras -sorprendentes, valiosas, perdurables-, el ambiente humano jugĆ³ para Mallea como parte de un significado latente, mezcla de ese crecimiento monstruoso de la urbe y del “quietismo” fijado a su imagen como condiciĆ³n de frustraciĆ³n. Su obra forma parte de la literatura y ensayĆ­stica de los aƱos ´30, en la que grupo de intelectuales argentinos se preocuparon por responder a la pregunta por la identidad nacional. De esta inquietud surgiĆ³ su novela mĆ”s relavante: Historia de una pasiĆ³n argentina. En 1945 obtiene el Primer Premio Nacional de Letras; en 1946 se le otorga el Gran Premio de Honor de la SADE; en 1948, Gran Premio de Honor de la Sociedad Argentina de Escritores, de la cual fue presidente; en 1949 es nombrado miembro correspondiente de la Academia Goetheana de San Pablo, Brasil; invitado a Estados Unidos por el Wellesley College de Massachusetts, en 1953 habla -en correcto inglĆ©s- en las universidades de Princeton y de Yale; en 1955 gana el premio Ćŗnico Casavalle, por su novela "La sala de espera" (1953). En este mismo aƱo es designado embajador argentino ante la UNESCO, con sede en ParĆ­s, y donde nos representĆ³ hasta 1958.; en 1960 obtiene el premio FundaciĆ³n Severo Vaccaro 1959/60, recibido en pĆŗblico de manos de Bernardo Houssay, premio Nobel de FisiologĆ­a y Medicina 1947. Ese mismo aƱo es elegido miembro de nĆŗmero de la Academia Argentina de Letras, establecida en Buenos Aires en 1931; en 1968, invitado por la Universidad de Michigan (EEUU), aquĆ©lla le confiere el tĆ­tulo de doctor honoris causa, el mismo que allĆ­ le otorgaran a Sarmiento en el siglo anterior; en 1970 se le concede el Gran Premio Fondo Nacional de las Artes. Personalidades mundiales de la literatura, como Stephan Zweig, Miguel de Unamuno, Alfonso Reyes, Ernest Hemingway o Gabriel Marcel, eran admiradores confesos de Eduardo Mallea. Estaba casado con la escritora Helena MuƱoz de Larreta. Muere el 12 de noviembre de 1982.


Obra Publicada:

El escritor y nuestro tiempo (1935)
Cuentos para una inglesa desesperada (1926)
Conocimiento y expresiĆ³n de la Argentina (1935, Ensayo)
Nocturno europeo (1935, Novela)
La ciudad junto al rĆ­o inmĆ³vil (1936, Nueve novelas cortas)
Historia de una pasiĆ³n argentina (1937, ensayo)
Fiesta en noviembre (1938)
MeditaciĆ³n en la costa (1939)
La bahĆ­a del silencio (1940)
El sayal y la pĆŗrpura (1941, ensayos)
Todo verdor perecerĆ” (1943, novela)
Las Ɣguilas (1944, novela)
Rodeada esta de sueƱo (1946)
El retorno (1946)
El vĆ­nculo. Los Rembrandts. La rosa de Cernobbio. (1946, Noveulles)
Los enemigos del alma (1950, novela)
La torre (1951, novela)
Chaves (1953, novela)
La sala de espera (1953)
Notas de un novelista (1954, ensayos)
Simbad (1957, novela)
El gajo de enebro (1957, teatro)
PosesiĆ³n (1958, nouvelles)
La razĆ³n humana (1959, nouvelles)
La vida blanca (1960)
Las travesĆ­as I (1961)
Las travesĆ­as II (1962)
La representaciĆ³n de los aficionados (1962, teatro)
La guerra interior (1963, ensayo)
PoderĆ­o de la novela (1965, ensayos)
El resentimiento (1966, noveulles)
La barca de hielo (1967, relatos)
La red (1968, relatos)
La penĆŗltima puerta (1969)
Triste piel del universo (1971, novela)
Gabriel Andaral (1971)
En la creciente oscuridad (1973)
Los papeles privados  (1974, ensayo)
La mancha en el mƔrmol (1982, cuentos)
La noche enseƱa a la noche (1985, novela)